Testimonio de Familiares
Pedro
Hace casi 2 años estábamos desesperados y sobrepasados por el problema de adicción de nuestro hijo de 16 años. Ya no éramos capaces de manejar la situación y decidimos buscar apoyo fuera de nuestro entorno familiar. Quizás perdimos algunos meses, pero solo cuando ambos integrantes de la pareja estuvimos de acuerdo, pudimos concretarlo.
Luego de comenzar a andar en el tratamiento, a través de terapias familiares y grupos de padres nos dimos cuenta que la pareja siempre debe actuar en consenso frente a un hijo adolescente. Este fue uno de los muchos errores que cometimos en el pasado.
En una de las primeras entrevistas en la Fundación Manantiales, a mi me llamó la atención un cartel que decía “Instalaciones Simples, Tratamientos de Lujo”.Luego de 18 meses de tratamiento estamos convencidos de ello y que la decisión fue la correcta. No fue fácil para nada. Tuvimos muchos momentos de alegría por la evolución o el crecimiento en la terapia de nuestro hijo y la nuestra propia, así como también muchas “marchas atrás” con angustias y frustraciones.
Pero siempre tuvimos muy claro que ese primer límite que le pusimos a nuestro hijo en mucho tiempo de consumo, que fue “el tratamiento o la calle” lo teníamos que mantener bajo cualquier circunstancia. Sé que es difícil asumirlo, pero es necesario estar dispuesto a dar este paso para comenzar a cambiar. Hoy estando en la fase final del tratamiento, hemos aprendido y seguimos aprendiendo, no sólo sobre adicciones y los errores que cometimos, sino también como encarar y ocuparnos de los problemas con nuestro hijo y dentro de la nuestra pareja.
Puedo resumir que ha sido una gran experiencia de vida, que tuvimos que recorrer por la adicción de nuestro hijo y de la cual estamos saliendo fortalecidos.
¿Que te puede decir a ti, padre que hoy tienes problemas a causa de la adicción?
Que empieces ya a “ocuparte” en lugar de seguir “preocupándote”
Que busques ayuda.
Que no creas que es algo leve y que pasará solo.
Que dejes de preguntarte porque nos pasa esto a nosotros.
Con la droga no se “habla” sino que “se actúa”. Es la única salida para volver a ver la luz al final del camino.
Graciela
Fue alrededor de junio o julio del ‘94 cuando nos enteramos que Eduardo se drogaba. Esto ocurría desde hacía bastante tiempo y en casa no nos habíamos dado cuenta. En ese momento lloré, luego me paralicé, tuve ganas de desaparecer, de esconderme. ¿Por qué? Nuestra familia estaba unida (eso creíamos), éramos siempre los cuatro para todo, ¿cómo nos podía pasar una cosa así?
Fuimos reaccionando de a poco. No sabíamos qué hacer ni adónde ir. Fuimos con Luis al Santuario de Jesús Misericordioso a ver al Padre Norberto Marcet, que es un cura joven y acostumbrado a tratar con los problemas de la juventud. El nos recomendó una institución para que Eduardo hiciera un tratamiento, pero después de la primera entrevista él nos dijo que ahí no volvía más.
Nos volvimos a paralizar. Cada día y sobre todo cada noche era un sufrimiento. Odié los fines de semana y en particular los viernes porque Eduardo se iba y no aparecía hasta que se le pasaba el efecto de lo que tomaba. Nosotros nunca lo vimos drogado. Un día se fue a cortar la melena, que usaba casi hasta los hombros. Volvió con el pelo bien corto, como antes, y nosotros pensamos que todo iba a mejorar. ¡Qué ilusos! Creo que todos los padres nos agarramos de cualquier cosa para no ver que está todo mal y que no se arregla solo.
A través de una amiga conocimos a un médico psiquiatra especialista en drogadicción. Empezamos a asistir al grupo de padres que había organizado este médico y allí aprendí mucho, lloré mucho, tuve mucha rabia. A Eduardo lo mantenía a distancia, su presencia me ponía nerviosa, pero cuando no estaba en casa sufría pensando dónde y con quién estaría. ¿Se estaría drogando? ¿Se lo habría llevado la policía? Al principio llamábamos a todos los amigos que conocíamos para averiguar dónde estaba. Después fuimos aprendiendo que no debíamos buscarlo.
Pasó el verano y el recital de los Stones. Siempre había una excusa para no empezar el tratamiento. Hasta que con el asesoramiento del médico que nos asistía decidimos hablar con nuestro hijo para proponerle una internación. Eduardo trató por última vez de zafar y como última vuelta de tuerca, lo dejamos un día y una noche en la calle. Cuando le permitimos entrar fue para que se internara.
En los primeros meses de la internación tenía la sensación de que él se iba a escapar y lo iba a encontrar en el pasillo cuando bajaba del ascensor. Hoy ya pasaron seis meses y él está mucho mejor. Físicamente está muy cambiado, por dentro creo que le falta madurar bastante. Yo, particularmente, necesito verlo adulto, responsable, que sepa lo que quiere hacer con su vida, que tenga ilusiones, que pueda ver un futuro delante de él. Lo veo bien, pero me doy cuenta que todavía falta mucho por andar.
Claudio
Empecé a notar actitudes extrañas en mi hijo Ricardo y comencé a controlarlo. Fue así como descubrí que se estaba drogando. Él no me lo negó. Fue entonces que mi vida se convirtió en un calvario. Comenzaron las agresiones de parte mía, los gritos y hasta la violencia. De esa forma nos fuimos alejando el uno del otro.
Así siguió nuestra vida. Con mentiras de parte de él y agresiones de parte mía. Yo vivía enfurecido y lleno de odio. Trataba de hablarle, de hacerle entender que ése no era el camino y que iba a terminar destrozando su vida y la de su familia. Él parecía entender todo lo que yo le decía y a partir de ahí empezábamos una nueva etapa en la que yo le daba buenos consejos para que entendiera que la vida no era como él creía.
Ricardo se quedaba un tiempo en casa y sólo salía para ir a trabajar. Venían amigos buenos a pedirme que lo deje salir con ellos, yo aflojaba y por cuatro o cinco sábados todo marchaba bien. Hasta que él solo se separaba de los buenos amigos y volvía a la droga. Y yo me volvía a sentir defraudado y estafado. Fue así que una vez no soporté más vivir de esa manera y traté de quitarme la vida. Me parecía que no tenía sentido vivir con tanto dolor. Pero con la atención de mi señora, que llamó al médico enseguida, me pudieron sacar adelante.
Verme tan mal y comprender que las cosas habían llegado a un punto en el que podía pasar cualquier cosa hizo que Ricardo recapacitara y aceptara empezar un tratamiento. Al final, de algo que parecía la peor de las tragedias salió una cosa buena. Hoy, gracias a Dios, estoy vivo y puedo apoyar a mi hijo en su tratamiento. Felizmente, lo veo seguro y luchando por su recuperación.
Rosa
Cuando me enteré que Pablo se drogaba sentí un profundo dolor en el corazón y a partir de entonces comenzó a cambiar todo en casa. Al principio pensamos que con hablarle o ponerle penitencias como no salir o no ir a bailar íbamos a lograr algo. Cuando nos dimos cuenta de que era imposible pararlo, comenzamos a recorrer lugares donde nos pudieran ayudar: centros de recuperación, tratamientos ambulatorios y otros. Pero no logramos nada.
La angustia y la impotencia se apoderaron de nosotros. Cada vez era peor. Pablo se borraba de casa para que no lo viéramos por dos o tres días. Nosotros no dormíamos pensando qué sería de él. Teníamos mucho miedo, vivíamos angustiados, lo buscábamos por todos lados y recién cuando lo encontrábamos volvía a casa. Entonces le cortábamos las salidas. Se quedaba en casa y sólo salía con nosotros. Vivíamos muy mal, siempre persiguiéndolo, controlándolo.
Mi casa se había convertido en un desastre, estábamos cada vez peor, no teníamos paz. Discutíamos mucho, estábamos muy nerviosos. Yo creía que esa pesadilla nunca iba a terminar. Así pasaron años, no puedo precisar cuántos, tres o cuatro, no sé. Fueron varios años de dolor y tristeza.
La última vez se fue de casa por cuarenta días. Estaba en casa de unos parientes y no quería volver porque allá nadie lo controlaba. Yo estaba desesperada, vivía llorando. Fui a verlo porque no aguanté más. Quería hablar con él, ofrecerle mi ayuda, pedirle que se pusiera en tratamiento. Sabía que estaba cada vez peor. Sufrí mucho por no tenerlo en casa y porque sabía que su problema era grave.
Después, un día, pudimos hablar con él. El padre le propuso que se pusiera en tratamiento y le dijo que nosotros lo íbamos a ayudar y a apoyar en todo. Aceptó, es más, creo que estaba esperando eso. Al día siguiente fue él solo y consiguió una entrevista. Hoy Pablo está internado en San Miguel, recuperándose, gracias a Dios. Y nosotros podemos dormir tranquilos. Ahora podemos vivir y queremos vivir.
Delfina
Hacía bastante que a Luis lo notábamos ‘raro’ y muy desmejorado. Empezamos a llevarlo al médico y a hacerle análisis sin ningún resultado. Finalmente, cuando volvimos de vacaciones, él ya tenía alucinaciones y nos enteramos que consumía cocaína porque él mismo se lo contó al padre. Estaba muy asustado y pidió ayuda porque quería ‘zafar’.
Para mí fue un fuertísimo golpe de dolor, impactante, porque pensaba que ‘eso’ que aparecía todos los días en las noticias o en los diarios sólo podía pasarle a los demás. A nosotros no, porque somos una familia bien constituida, trabajadora, y que le dimos a nuestros hijos, pienso que lo mejor que estuvo a nuestro alcance.
Luis siempre trabajó, salía con la novia en horarios vespertinos y las pocas veces que salía con sus ex-compañeros del secundario cumplía con los horarios que anunciaba. Igual se nos vino encima el problema. Entonces, la familia, la casa, se paralizaron.
Después del primer sacudón sentí mucho miedo por los riesgos que corría mi hijo a causa de la gente y los lugares que frecuentaba, y tomé conciencia de lo que estaba pasando. Comenzamos a buscar información en distintas instituciones especializadas en el tema y a pedir ayuda a Dios para que nos diera fuerzas y nos mostrara el camino a seguir para poder ayudar a Luis de la mejor manera.
Comenzamos a peregrinar. Cada vez que Luis no cumplía con las pautas o rechazaba los tratamientos era una desesperanza que se sumaba a mi profunda angustia y dolor. Dolor, angustia, miedo, terror, mucho llanto. Veía que mi hijo no podía recuperarse solo de su adicción y que de seguir así no podría jamás realizarse como persona.
Creo que Luis no tocó fondo con la droga. Cuando nosotros, pese a sus reiteradas negativas y continuas discusiones nos decidimos en serio a seguir un tratamiento, cuando nos mantuvimos firmes en la alternativa que le ofrecimos, es decir, que se tratara o que hiciera con su vida lo que quisiera pero fuera de casa, sin la complicidad de la familia, él eligió irse de casa.
Luis contaba con el apoyo de la novia que lo bancaba, lo mantenía y le pagaba la pensión. A nosotros nos tocó la difícil tarea de avisar a familiares, amigos y conocidos a quienes él podía recurrir, que Luis estaba enfermo. No tuve vergüenza, pero sí un profundo dolor. Lloré mucho. Después de veintiún días de estar fuera de casa, Luis tocó fondo a nivel de sus sentimientos y sus afectos y decidió aceptar la internación en Comunidad Terapéutica. En ese momento comencé a ver la luz que estaba al final de un largo camino, por el que hoy acompañamos a nuestro hijo paso a paso, firmes, sin vacilaciones.
Liliana
Recordar y poner en un papel el período en que descubrimos que Fernando se drogaba es un trabajo sumamente doloroso para mí y muy duro de realizar. Sin embargo, voy a intentar hacerlo.
La primera luz roja que tuvimos ocurrió al finalizar el ciclo primario, después del viaje de egresados. El profesor de Fútbol, que es un amigo personal y quiere muchísimo a Fernando, nos llamó a Raúl, mi marido, y a mí y nos habló de lo preocupado que estaba por los cambios que veía en Fernando. Nos dijo que estaba agresivo, retraído y muy triste, y que creía que si no hacíamos algo pronto, terminaría en la droga.
Me dio mucho miedo escuchar lo que me estaban diciendo y al mismo tiempo, sentí impotencia. Yo sabía que Fernando estaba cada vez peor, que lo que me decían era cierto, pero me resistía a creer que mi hijo pudiera drogarse. Íntimamente pensaba que toda la responsabilidad era del padre porque él nunca se pudo acercar, siempre lo descalificó y fue muy agresivo con él. Ahora veo con claridad que yo no me ocupé de enfrentar el problema y acordar con el padre los pasos a seguir. Necesitaba demostrar que Fernando estaba mal porque el padre había actuado mal y me quedé en eso.
Hicimos una terapia que no sirvió y Fernando siguió su camino de horror con algunos períodos en los que se lo veía mejor y otros en los que era un desastre. Mis sentimientos corrían parejos con él. Desesperación, dolor, bronca, de pronto una esperanza a la que me aferraba con fuerza para caer nuevamente en el dolor. Fernando fue dejando cada vez más pistas hasta que fue imposible dejar de verlas. Era hora de que me pusiera de pie, abriera los ojos y me ocupara. Hablé con el padre y juntos pedimos ayuda. Estábamos muy firmes los dos y quizá fue por eso que Fernando no se opuso y comenzó la recuperación con la modalidad de Comunidad de día.
Yo me sentía más tranquila con mi hijo en tratamiento, pero seguía creyendo que él exageraba para llamar la atención y que si bien se había drogado, no había sido un gran consumidor. El tiempo y las terapias fueron desmintiendo esto y yo me fui hundiendo en un enorme sentimiento de culpa y al mismo tiempo que me sentía defraudada. No estaba bien conmigo ni con él, y me daba la sensación de que todo lo que hacía la familia (padre, hermanos, yo) para acompañarlo era falso.
Fue entonces que Fernando recayó. Al regresar de una reunión de padres me encuentro con un Fernando dado vuelta. Tuve ganas de pegarle. Fueron tantos los sentimientos que se me mezclaban que soy incapaz de describirlos, pero esas 36 horas vividas con él fueron lo más horrible que viví en mi vida. Una cosa es saber que tu hijo se droga, eso es duro, pero oírlo delirando, diciendo y haciendo las cosas más incoherentes, es algo para lo cual nunca se está preparado y menos cuando se piensa que está todo encaminado y uno se había confiado un poco.
Aún en ese momento tan duro, quise creer que alguien le había colocado pastillas en una coca que él tomó sin saberlo. Me costó mucho ver y aceptar la realidad. De común acuerdo se decidió la internación de Fernando. Sabía que era lo mejor, pero fue un nuevo desgarro. Las terapias comenzaron a ser cada vez más intensas. El trabajo interno de cada uno es muy duro, pero el crecimiento comenzó a notarse con el transcurrir del tiempo.
Hoy veo a Fernando muy firme en el tratamiento. Puede relacionarse afectivamente con el padre y pedirle lo que necesita. Yo pude correrme y ver que la protección que yo le daba frente a las ‘agresiones del padre’ fue nefasta y más nociva que las supuestas ‘agresiones’. Aprendí que padres e hijos pueden encontrar una forma de relación distinta a la que yo aspiraba. Todo este crecimiento me alegra y sé que debe continuar. Tengo muchos miedos todavía, pero también tengo la certeza de que estamos encaminados, firmes y dispuestos a seguir luchando por lograr una familia con respeto y amor entre todos.